domingo, 8 de noviembre de 2009

Domingo

Domingo, 9:20 p.m. Después de un pleito terrible y un día de compras desesperantes con la familia, me dispuse a salvar la jornada con un concierto de Paté de Fuá y un café con mis amigos iztapalucos, la cosa iba decente hasta que tropecé y caí al piso estrepitosamente. Estaba teniendo un día malo.

Sentada en un vagón de metro me concentré en la dolorosa punzada estacionada en mi tobillo y en las maldiciones que proferiría en breve en cada espacio disponible de mis redes sociales epor internet, cuando note una mano sujetando un aro de metal golpeando ligeramente el tubo enfrente de mí, no escuché el ruido producido debido a la música en mis audífonos, sin embargo la imagen había logrado desviar mi atención.

La mano pertenecía a un hombre mayor, vestido de traje y usaba sombrero, podría haber pasado desapercibido si no hubiera tenido la cara embarrada de pintura blanca con una mueca dibujada en el rostro y nariz roja digna de cualquier payaso en Chapultepec. Todo ello formando un rostro triste.

El señor prosiguió a presentar una serie de trucos mágicos frente a los ojos atónitos de los pasajeros, a quienes pidió un par de veces ayuda para efectuarlos; tal vez eran técnicas muy clásicas y constantemente vistas, pero la manera en que efectuaba cada movimiento arrancaba una sonrisa en todos los presentes. La respuesta fue inmediata, a cada risa o gesto de sorpresa seguía una mano que iba directo a bolsillos, monederos y carteras buscando monedas que dar al payaso-mimo-mago que sin palabras había acaparado la atención de todos con simpatía tal que costaría pensar que nos encontrábamos en un lugar tan impersonal como el transporte público.

Le estaba tan agradecida por haber logrado que olvidará mis dolores que las tres monedas en mi mano parecieron insuficientes, de inmediato saqué un billete de veinte pesos, lo doblé en muchas partes y lo puse en su mano, la cara triste que parecía pertenecer a un mimo de antaño se transformó en una sonrisa enorme que me agradeció varías veces y me pidió esperar, el señor corrió al final del vagón, sacó una botella de refresco de su bolso y frente a nuestros ojos la elevó un metro con una sola mano, me había otorgado en agradecimiento, quizá, el más grande de sus trucos, sonreí y le hice una pequeña reverencia con la cabeza que el Mago devolvió con infinita gentileza antes de pasar al siguiente vagón a repetir su acto.

martes, 3 de noviembre de 2009

Chocolate covered apples and a lead crocodile

Mayra Alejandra me recordó éste cuentito que alguna vez escribí, así que lo actualizo en éste blog.

Se habían cansado de esperar la llegada del tren que la llevaría a casa, eran las ocho de la noche y no parecía haber señales afirmativas de que saldrían pronto del andén, así que decidieron ir a tomar un café en algún lugarcillo de los alrededores para esperar que el servicio de transporte se normalizara.

Se conocieron meses antes, en una esquina escondida del centro de la ciudad. Ella paseaba como de costumbre por las calles empedradas y él, para variar, no encontraba la calle indicada mientras su corazón parecía dejar de latir. Chocaron abruptamente, el pidió disculpas con un rostro acongojado y ella le ofreció ayuda con una amplia sonrisa.

A partir de ese momento sus encuentros fueron premeditados: en la cafetería favorita de ella, en la escuela de él. Conocieron sus respectivos círculos de amistades y en el proceso se conocieron ellos también. Todas las mañas y virtudes salieron a relucir. Ella aprendió a fumar y a defenderse, él a sentir y a ser desordenado. No eran almas gemelas, eso nunca tuvo mucho caso. Era aburrido no aprender nada del otro. Tampoco tomaban sus manos y rara vez tuvieron muestras claras de afecto, sólo se querían y nada más. Aquél día habían llegado más tarde que de costumbre al andén, querían tener más tiempo juntos pensando que esa noche no tendrían más.

Esa noche en el café, platicaron como siempre y de lo mismo, de la vida y de su soledad. Los dos se empujaban a vivir, pero ambos, necios, permanecían en la inmovilidad. Por eso, unos días antes ella le había comprado a él un pequeño cocodrilo de plomo, le recordaba su armadura inexpugnable. Él había comprado para ella una manzana cubierta con chocolate, le recordaba su sonrisa. Entregaron sus respectivos obsequios y decidieron que era hora de irse, pues de no alcanzar el tren, ella tal vez no podría irse y no volvería a despertar.